- Mesas redondas

 



 
 

 

 
 

Exposición en Madrid. Del 12 al 15 de enero de 2007 en la Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes, del 12 al 15 de enero 2007. =>
Día 12, Mesa Redonda Visiones de la ciudad y los derechos humanos. Con Gracia Querejeta, Anna Sanmartí, Miguel Albadalejo, Chus Gutiérrez y Pedro Barbadillo. Modera Juan Cruz.
Día 15, Mesa redonda, Conversaciones sobre la ciudad, participa entre otros, Juan Miguel Hernández León


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Exposición en Valladolid. Del 6 de octubre al 5 de noviembre, en la Sala Municipal Las Francesas, se expondrá "La Ciudad en Ciernes".

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No es una maceta. La imagen de la exposición es un micropaisaje verde y vivo que crece en el hueco de una antigua señal de tráfico. La ciudad en ciernes es un proyecto que quiere estar atento a la ciudad que brota en los intersticios.

 

Valladolid

"Un proyecto audiovisual"   ¿*?

DÍA 17 octubre, 19,30 h.

-Con la participación de los directores de las piezas presentadas,
-Lugar: Sala Municipal Las Francesas.

Ciudades en transformación: Burgos, León, Salamanca, Valladolid.

DÍA 24 octubre, 12 h.

-Presentación y debate sobre los trabajos de transformación urbanística general de las principales ciudades de Castilla y León.
-Montaje de paneles de cada una de las ciudades.
-Intervienen: Representantes de las cuatro ciudades.
-Presenta: J. L. Sáinz Guerra.
-Financiado por la ETSAV y la Universidad de Valladolid.
-Lugar: Salón de Actos de la ETSAV.

 

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estracto ...

Una ciudad para los derechos humanos

Una meseta igualitaria en cada uno de los ámbitos de la dignidad humana.

Buscamos cómo ha de ser la ciudad que dé más facilidades para el cumplimiento de los derechos humanos.
A todo el mundo le parece lógico que el urbanismo, la técnica de conformación de las ciudades, deba fundamentarse en esa misma búsqueda. Pero no es fácil traducir los derechos en soluciones urbanísticas.
Se trata de una idea potente, y avalada por la historia; pues el origen de la ciudad está en el derecho, y el origen de los derechos humanos está en la ciudad.

Nos referimos a los derechos recogidos en la Declaración proclamada por las Naciones Unidas en 1948.
Con 30 artículos, es una relación de derechos. Pero hay en ella dos aspectos reseñables.
Uno, la cláusula general de igualdad, de no discriminación (artículo 2º).
Otro, la reivindicación de un orden social en que estos derechos se hagan plenamente efectivos (artículo 28).
Aquí se analizan algunos derechos, y se hace por parejas, para avanzar en la investigación de la posible vinculación entre ellos. Se comentan los derechos al trabajo y a la seguridad social, a la vivienda y a la cultura, a la movilidad y a la seguridad, a la salud y al medio ambiente, al orden y a la participación.
Finalmente se propone una matriz: la idea de meseta. Sería la mínima cantidad de ciudad que puede darse en una ciudad. El urbanismo, siguiendo a Ronald Dworkin, debería trabajar por construir una especie de “meseta igualitaria” en cada ciudad. Cualquier ciudadano debe poder situarse sobre un umbral mínimo de satisfacción de necesidades básicas para el desarrollo de su particular proyecto de vida. La ciudad de los derechos humanos debe garantizar una meseta igualitaria en cada uno de aquellos ámbitos que constituyen la base de la dignidad humana. Un zócalo o cimiento donde desplegarse la vida de todos los ciudadanos.

Un proceso racional hacia una nueva ciudad que no puede demorarse.

La ciudad como pantalla blanca

¿Qué busca la gente en la ciudad? Trabajo y poder, vivir y descansar, las ventajas de la técnica y la seducción de los mercados, esperar un futuro y recordar un pasado, jugar y soñar en compañía, dentro de un aire limpio y un paisaje razonablemente seguro, desde luego. Pero también, y sobre todo, algo más profundo que supone lo anterior y lo supera, y que lleva a interminables filas de viajeros de toda clase a ir de una ciudad a otra, un día y otro. Detrás de algo que parece tantas veces escaparse. Ese fondo de la vida, en su polifacética imagen, que se resiste a la definición y adonde apunta directamente la literatura, el cine, la música y el arte.
La vida, sí. Se acude a las ciudades en busca de las condiciones para una vida digna. Una vida que la ciudad no da, es obvio. Pero que puede, sin embargo, negar o dificultar enormemente. ¿Hay alguna definición de las condiciones básicas, de los fundamentos para la vida humana? Sí, desde luego: en nuestro tiempo los derechos humanos son el enunciado de las bases de la vida digna. Y una ciudad que garantizase los derechos constituiría una pantalla en blanco sobre la que se desplegarían las vidas de la gente sin deformación, sin otro embrollo que su misma tragedia y su propia ventura. Lo que ya es más que bastante. Por eso buscamos aquí cómo ha de ser la ciudad que dé más facilidades para el cumplimiento de los derechos humanos.
Una idea sencilla y atractiva, pero difícil de concretar. A todo el mundo le parece lógico que el urbanismo, la técnica de conformación de las ciudades, deba fundamentarse en esa búsqueda. Pero no es fácil traducir los derechos en soluciones urbanísticas. Se trata de una idea potente, y avalada por la historia. Ciudad es y ha
sido siempre derecho. El origen de la ciudad está en el derecho, y el origen de los derechos humanos está en la ciudad. Mas con esta constatación, ¿qué hacemos?

El último ciudadano

Hay mucho escrito sobre el derecho a la ciudad. Así que, antes que nada, digamos que nos referimos a los derechos recogidos en la Declaración proclamada por las Naciones Unidas en 1948 (también hay que hablar de los derechos emergentes).
Una definición previa nos puede ser útil: los derechos humanos son un conjunto de principios y reglas básicas a que están sometidas las relaciones humanas en nuestra sociedad. Principios rectores, normas dirigidas al poder público. La Declaración de 1948, de 30 artículos, es una relación de derechos. Pero hay en ella dos aspectos que queremos resaltar ahora.
Uno, la cláusula general de igualdad, de no discriminación (artículo 2º).
Otro, la reivindicación de un orden social en que estos derechos se hagan plenamente efectivos (artículo 28).
Los derechos humanos parten del convencimiento de que hay una igualdad básica entre todas las personas que habitan la Tierra.
Es cierto que el concepto de igualdad es relativo. Decía Bobbio: “Igualdad, sí, pero ¿entre quién, en qué, basándose en qué criterio?”

¿A qué nos referimos, por tanto, cuando hablamos de ciudad y de garantizar en ella los derechos a todos, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”?
Como quiera que todas las personas tienen esos derechos, nos será útil pensar en la que se encuentre en la peor posición, la que esté dotada de menos recursos (de todo tipo), la que más difícil lo tenga a la hora de juzgar la bondad o conveniencia de una determinada práctica urbanística.
Si se cumple para él, si se garantizan los derechos de que se trate a este “último ciudadano”, se cumplirá para todos. Esa persona, el último ciudadano, ha de ser el referente para valorar las distintas propuestas.
Pero respondamos a Bobbio. Los sujetos afectados por el reparto de ciudad han de ser todos, sin excepción. Los bienes serán las capacidades y ventajas que la ciudad ofrece: movilidad, acceso, autonomía, seguridad, vivienda, trabajo, participación, cultura, ocio, etc. Y los criterios: ni mérito, ni capacidad, ni clase ni esfuerzo han de regular esa distribución. El derecho a la ciudad ha de ser universal, y el reparto igualitarista.
Porque ciudad es igualdad. Constituye lo más valioso de la ciudad precisamente lo que nos iguala como ciudadanos. Lo que nos separa, distingue o jerarquiza, en unos y otros campos, será necesario y útil (lo es) para la vida en sociedad o la cultura, pero no es lo propio de la ciudad. Una aglomeración fundada en la separación y distinción, más allá del principio democrático, constituye anticiudad. Así la que enfatiza la distinción centro-periferia, cierra espacios y comunidades, privilegia zonas, limita el acceso o se funda en criterios irracionales (recordemos: dignidad es razón; la racionalidad es la médula de la dignidad).

El precio personal de la ciudad

La ciudad que cumple con este compromiso de igual trato a todos sus ciudadanos contribuye precisamente –es una pieza clave- a la construcción de ese orden social que reclama el artículo 28, para hacer realmente efectivos los derechos.
Todos los derechos, y no sólo los que generan deberes negativos (de abstenerse de violar el derecho correspondiente), sino también esos derechos económicos, sociales y culturales (artículo 22) que ocasionan deberes positivos (obligan a asistir, a proteger).
Llegados a este punto es útil fijarse en dos consecuencias para la práctica ciudadana.
Una es que la ciudad tiene un precio personal que impone a cada uno de sus ciudadanos (sin duda mayor para los más influyentes, para los que están en mejor posición). Lo dice claramente otro artículo de la Declaración, el 29.1: “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”.
En el ámbito del derecho público se definen obligaciones que se imponen a las personas en consideración a intereses que no son particulares suyos, sino en beneficio de otros sujetos o de intereses generales.
Por ejemplo, las tributarias. O la educación obligatoria. Puede decirse que hay un deber fundamental que obliga a cada uno: precisamente el de proteger el de hacer, dejar de hacer o soportar las cargas derivadas de la protección del sistema de derechos. Por ejemplo, no puede garantizarse el derecho a la movilidad sin que ese reconocimiento arrastre, traiga consigo necesaria, inevitablemente, una determinada cuota de peligro. Es imposible pensar en una ciudad libre en la que el riesgo sea cero. Pero es que además es indeseable.
¿Quién la quiere? Es una enfermedad infantil el pretenderlo.
El segundo asunto sobre el que queríamos llamar la atención tiene que ver con una circunstancia que se da, no pocas veces, cuando se plantean conflictos de prioridades entre derechos (artículo 29.2).

¿Es legítimo restringir unos derechos en favor de otros? Si la condición es que se cumplan todos los derechos para todos los ciudadanos,¿cómo integrar esta larga lista de derechos? Aparecen problemas al interrelacionarlos.
Pues no basta con plantear uno detrás de otro.
Hemos querido hacernos eco de estas circunstancias analizando algunos derechos, y para empezar pensamos que puede serútil hacerlo por parejas (para avanzar en la investigación de esa posible vinculación entre ellos, antes de intentar una consideración más global). Con una redacción suelta, tan desbaratada “como una cama sin hacer”, hagamos algunos comentarios sobre las implicaciones de cinco parejas en la ciudad.

Trabajo-seguridad social

¿Puede hacer algo la ciudad para contribuir al derecho al trabajo y a ese conjunto de derechos a los que alude la Seguridad social?

En los últimos tiempos parece que nada tiene que decir sobre esas cuestiones, cuando siempre han sido tareas principales del urbanismo tanto su contribución a mejorar las perspectivas laborales, como la de organizar la denominada “ciudad- servicio” (los equipamientos sociales).
Salvo por cerrazón ideológica, es difícil no advertir la presencia, en la ciudad, de dos principios organizativos complementarios, pero distintos. Por un lado el mercado, por otro la protección social. La competitividad y la solidaridad. Si el mercado fuese la única institución social, las sociedades humanas no sobrevivirían. Pero también, sin la presencia de alguna modalidad de competición, todo tiende a anquilosarse y degenerar. Lo cierto es que, a pesar de la retórica de los discursos anti-intervencionistas y privatizadores de los últimos lustros, la firme realidad es que la proporción de la intervención pública no ha retrocedido.
Lo que sí se ha producido son “desplazamientos” entre los beneficiarios de esa intervención. Hablemos, pues, de cómo puede la ciudad ayudar a corregir esos desplazamientos, en favor de una intervención más justa.
Primero en relación con el derecho al trabajo. Por él la ciudad se implica en el desarrollo de ciertas infraestructuras, concebidas para facilitar la producción o la salida a los mercados. El problema está en que es habitual que prioricen determinados tipos de actividad (y por consiguiente determinado tipo de empleos), frente a otras que se dejan abandonadas, a su suerte. O que incluso se llegan a perseguir activamente. Así, mientras se ofrece toda suerte de ventajas para que se instalen grandes empresas o de tecnología punta, se rechazan los trabajos, por ejemplo, del comercio denominado informal, o se le ponen condiciones imposibles.
La necesidad de redistribuir el apoyo urbano al desarrollo de todos los empleos presentes en la ciudad, con la creación equitativa de distintas infraestructuras o servicios (poniendo en marcha no sólo nuevas redes de transporte o infraestructuras técnicas, sino también servicios de apoyo al conocimiento o la gestión, por ejemplo) parece urgente. Como también parece razonable que, si la ciudad quiere de veras competir en el mercado global para favorecer a su gente, debe hacerse fuerte (practicar el empowerment municipal, en su medida justa, como contrapoder).
Los ayuntamientos poderosos no sólo no reducen la competitividad sino que pueden conseguir ventajas del mercado para su ciudad.
Y tampoco podemos olvidar la intervención referida al segundo derecho, el de la protección social. Si concebimos el sistema de equipamientos públicos urbanos de seguridad social (escolar, sanitario, deportivo, asistencial, etc.) con visión empresarial (oferta y demanda, presencia o ausencia de otros equipamientos privados en la zona, etc.), estamos perdidos. No puede pensarse de ese modo si lo que se pretende es lo que en su día también persiguió William Beveridge en su informe de 1943, que dio origen al Estado del Bienestar moderno: la lucha contra “los cinco gigantes” (la necesidad, la enfermedad, la ignorancia, la miseria y el paro). El objetivo ha de ser universalizar cada uno de los servicios correspondientes, pero garantizándolos como un derecho, con independencia de la aportación de cada ciudadano a la riqueza común. Es decir, sin investigación de ingresos. Sólo así puede organizar la ciudad sus equipamientos colectivos.
Pues limitar las prestaciones a quien demuestre su pobreza afecta, entre otras cosas, al sentido de comunidad.

Vivienda-cultura

El derecho a la vivienda significa que toda persona (todos: también el último ciudadano) debe poder contar con un espacio propio y apropiado para el desarrollo de su vida privada, que cada ciudadano ha de disponer de un espacio separable, de algo así como “una habitación propia” en condiciones.
¿Y el derecho a la cultura, desde el punto de vista urbanístico? Permítasenos entenderlo como la garantía de que en el espacio urbano se reconozcan los valores que nos constituyen. Quizá en cosas nimias, pero que se valoran por la sociedad.
La ciudad es texto y la cultura urbana es su comentario. El derecho a la cultura es el derecho a que se comente, se valore, toda la ciudad con igual dedicación y énfasis. Un conocimiento que no induzca a evitar realidades, sino todo lo contrario: a darse de bruces con ellas, a ponerlas de manifiesto.
Así se relacionan ambos derechos. El hecho de que las viviendas materialmente peores, pero “bien situadas”, se valoren mejor que las mejores en una mala zona pone de manifiesto que es precisamente la calidad del espacio urbano uno de los componentes esenciales, si no el que más, de la vivienda (“Una buena ciudad es mejor que una buena casa”, dice el arquitecto holandés Félix Claus). ¿Es la escasez de viviendas el problema? (España tiene una por cada dos habitantes). ¿O la escasez de ciudad? (en el mundo vive hoy un millón de personas en asentamientos precarios).
A raíz de la rebelión de los hijos de los emigrantes en los suburbios de París y otras ciudades francesas, Juan Goytisolo arremete contra ese “desastroso modelo urbanístico” (el de las banlieues) que conduce “inevitablemente al gueto étnico”.
Un entorno de modernidad pero hostil, opuesto a ese otro tejido urbano multiétnico de los viejos distritos parisinos, favorecedor del contacto, donde inicialmente se aposentó esa inmigración que recaló en París durante gran parte del siglo XX.
El derecho a la vivienda puede defenderse de formas diversas. Pero es claro que favorecer el “reparto de la riqueza urbanística” por las distintas zonas de la ciudad (actuando sobre el espacio urbano, las dotaciones y servicios, la protección histórica -siempre hay escasez de historia, la necesidad de conectar pasado y modernidad-, etc.), fomentar la construcción de viviendas de distinta categoría por todas las áreas urbanas, es un camino más seguro para invertir el problema de lavivienda. Es la rehabilitación de lo que se tiene (tanto en las ciudades ricas como en las de los países pobres: hay numerosos ejemplos de rehabilitaciones urbanas masivas), favoreciendo la mezcla y no la construcción de más y más viviendas, cada vez más lejos, en barrios uniformes, lo que va a resolver los desajustes actuales.
¿Cuál es el problema que estas actuaciones pueden arrastrar? ¿Una cierta incomodidad, una cierta inseguridad? Si la ciudad es mezcla y se favorece la mezcla, bien impulsándola directamente o bien defendiéndola allí donde se encuentre, quizá ningún espacio reflejará la ciudad que cada uno de nosotros esperaríamos. Pero esa es la cuota del derecho. O el único camino. El derecho a la vivienda no puede identificarse con tener una casa entre vecinos idénticos (sean estos los de los adosados, los del barrio rico o los del slum), con imponer un patrón segregador.

Movilidad-seguridad

La movilidad y la seguridad tienen una relación muy estrecha en la ciudad, y bastante particular. Ambas se necesitan, pero el avance de una parece comprometer a la otra. Mayores márgenes de movilidad tienden a encorsetar la movilidad, y a la inversa. Un ejemplo de esta implicación, y no precisamente urbanístico, lo ofrecen los últimos acontecimientos que tienen lugar en los aeropuertos de todo el mundo.
Pero ciñéndonos a la ciudad, la actitud con que tradicionalmente se ha comportado la ingeniería de tráfico es suficientemente esclarecedora. Durante mucho tiempo se ha asumido que para garantizar la seguridad de las personas el tráfico de vehículos debía segregarse cuidadosamente.
Los peatones por un lado, los coches por otro; y a ser posible, reservando para estos últimos distintos trazados según su velocidad media. Pero esta segregación no es neutral, e inevitablemente favorece unos movimientos en detrimento de los otros. La comodidad de quienes se mueven en las distancias largas, perjudica a los que lo hacen en las cortas o no disponen de otro vehículo que sus piernas.
La situación es otra cuando la seguridad no se confía a la separación sino a la mezcla.
Esta es la tendencia que siguen propuestas como las de las calles llamadas de coexistencia pacífica o los cruces inteligentes.
En éstos se confía para su buen funcionamiento en la inteligencia de los usuarios.
Conducir se vuelve más seguro sólo cuando los conductores dejan de mirar los carteles y comienzan a mirarse entre sí. Los resultados prácticos avalan estos planteamientos.
De manera que se plantea una movilidad y una seguridad diferentes.
Actitudes no muy diferentes pueden comprobarse en otros ámbitos que tienen más que ver con la secutiry (los comentarios anteriores sobre el tráfico son para los ingleses un asunto de safety), con esa seguridad ciudadana que se relaciona con la confianza o desconfianza entre vecinos.
La vida en la ciudad, sobre todo en determinados barrios, parece haberse vuelto poco segura en los últimos tiempos. O al menos así se percibe (tenemos el caso reciente de la banlieu parisina, pero más graves son los problemas de ciertas ciudades de Latinoamérica, por ejemplo). Pero el miedo y la desconfianza se pueden combatir con recursos diversos. Se puede promover la transparencia; o por el contrario, el enroque, el cierre.
Transparencia es lo que se busca cuando se diseñan recorridos urbanos sin rincones ni lugares ocultos. Cuando se evitan los pasos peatonales subterráneos, callejuelas, senderos poco abiertos en los parques, paradas de autobús aisladas, estaciones de metro que puedan quedar desiertas o edificios de aparcamiento de coches, que pueden resultar intimidatorios, etc. La otra solución es más drástica, pues consiste en la creación de archipiélagos de alta seguridad, bien cercados y cerrados en sí mismos (gated communities), que eluden atemorizados el contacto con la ciudad.
Ciudades separadas de la ciudad, habitadas exclusivamente por ricos y protegidas por vigilantes jurados. Militarizan el espacio e imponen sus propias normas, muy estrictas y exigentes. La experiencia de estas comunidades es la de su progresivo desentendimiento del resto de la ciudad.
Generalmente están regidas por asociaciones de propietarios que cobran sus propios impuestos para cubrir inicialmente los gastos de jardinería y seguridad. Pero poco a poco incrementan su acción; y con frecuencia poseen sus propios equipamientos.
La ciudad asiste así a una pérdida. Pues deja de ser segura para todo el que está o para el que viene. Y el derecho a la seguridad reclama esta garantía para todos, del mismo modo y en el mismo grado, pues hablamos de una seguridad igualitaria. El derecho a la movilidad, por su parte, es el de la libertad. Libertad de movimientos, también de unos y de otros. Que todos puedan acceder a cualquier parte de la ciudad, sin murallas ni cierres entorpecedores.
La seguridad equitativa y la libre circulación se mueven así en el mismo plano.
Ambos reclaman el compromiso ciudadano (de conductores y peatones; de vecinos y foráneos); ambos prefieren para defenderse la estructura del vertebrado a la del crustáceo (Tournier). Nos gusta este dilema. Unos confían su seguridad a la protección exterior, otros a la fortaleza interna. ¿No podrían verse como dos caras de la seguridad urbana? La ciudad de personas atemorizadas o de personas libres, que valoran los riesgos pero sin renunciar a su libertad.

Salud-medio ambiente

No es difícil relacionar la salud de las personas con la del medio ambiente. Se ha dicho que la salud de un organismo mide la capacidad para equilibrarse con su medio. En cada momento de su vida está adaptado a la temperatura, a la humedad, etc. Pero esas condiciones ambientales no cesan de variar, lo que obliga al organismo a tener unas reservas, a tener recursos de más para responder a esas variaciones. La salud es contar con ese margen para responder a las infidelidades del medio ambiente (una definición de Georges Canguilhem).
En las ciudades se ha sido siempre consciente de esta relación. Y muchos de los esfuerzos de quienes tienen a su cargo la administración de la vida urbana se han dirigido a garantizar unas condiciones ambientales seguras, que disminuyan los riesgos de inadaptación. Ahí están los avances innegables de la ingeniería sanitaria, reduciendo ocasiones de contaminación, de propagación de enfermedades. El derecho a la salud, desde un punto de vista urbanístico, es el derecho a un ambiente higiénico: disponibilidad de agua limpia, potable, de condiciones adecuadas de saneamiento y eliminación de residuos, un suministro fiable de alimentos sanos, etc. Y sin duda hoy disponemos para ello de medios que no existían hace tan sólo unas décadas.
Sin embargo, en nuestra sociedad global, la realidad dista mucho de ser satisfactoria. Mientras en muchos lugares y en determinados ámbitos las condiciones parecen cada vez mejores, en muchos otros empeoran notablemente. El último informe del Instituto Worldwacht (“Conservando los ecosistemas de agua dulce”, 2006), refiere el ejemplo de algunas ciudades y regiones que han entendido que es posible aprovechar los mecanismos de los propios ecosistemas para proporcionar agua potable, a menudo a un coste muy inferior que con las alternativas tecnológicas convencionales.
Pero el desfase entre estos ejemplos y la realidad contraria más habitual sigue siendo enorme. Hay dos conclusiones que pueden generalizarse. La primera es que la gestión de todos estos procesos exige poner por delante el interés público frente a los intereses particulares. Algo que choca con el objeto y la realidad que imponen muchas de las políticas de privatización emprendidas hace unas décadas en este mundo global. La otra tiene que ver con la necesidad apremiante de fijarse unos límites: de establecer una especie de estándar, de consumo medio sostenible por habitante en todo el mundo. Es decir, repartir equitativamente el “espacio ambiental” disponible en el planeta. La austeridad de unos es la posibilidad de otros. Reducir la huella ecológica pasa por implicar a la población en la reducción del consumo, es decir: aceptar vivir con menos.
¿A qué obliga el compromiso con esa cuota ambiental media? Por de pronto a imponer límites eficaces a toda actuación con impacto ambiental que supere ese gasto medio que debe servir para hacer frente de forma equitativa a las necesidades básicas de cualquier población. Pero en no pocos casos exigirá además la reducción de consumos no generalizables.
A adaptar, o incluso eliminar, por ejemplo, infraestructuras cuya utilización conlleva costes ambientales que no pueden asumirse. Ya se ha hecho. Según cuenta A. Estevan un estudio oficial del Reino Unido sobre los efectos de reducción de la capacidad viaria en una docena de países de todo el mundo (conocido como “el estudio de la evaporación del tráfico”, de Cairns, Hass-Klau y Goodwin) dio como resultado una consecuente y muy notable reducción del tráfico: la reducción del viario “evapora” tráfico.

Orden-participación

La Declaración de 1948 establece un derecho al orden. Dicho así parece sorprendente, pero en el artículo 28 se lee: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Es decir: para lo que aquí tratamos, un conjunto de reglas o principios sobre la ciudad, estructurados y enlazados entre sí. De forma compleja, pero estructurada.
¿Podría decirse que existe un derecho al planeamiento, a alguna suerte de ordenación territorial y urbana? En el diseño de la ciudad, para que la participación sea efectiva tiene que haber un proyecto social general en el que se sustente, algún tipo de estructura en la que se integren las distintas aportaciones. ¿No es evidente la interrelación entre los derechos al orden y a la participación?
No hablamos de que a través de estas fórmulas haya que llegar necesariamente al consenso. Precisamente la gran aportación de la política democrática es que no escamotea el conflicto, sino que lo canaliza para evitar la arbitrariedad; que no pretende erradicar el poder (lo que sería sospechoso), sino proporcionar espacios adecuados para un ejercicio efectivo de la discusión pública, para favorecer un pluralismo posible. Pero en todos los ámbitos.
Pues ¿no se participa sólo en las migajas? De hecho, las decisiones de importancia, estratégicas, parecen estar al margen de toda participación: ésta suele reservarse para los asuntos anecdóticos.
Para su eficacia se necesita claridad. Y ésta sólo viene, lo sabemos, de una buena comprensión de los principios del orden que da la participación activa, el hacer. Por eso pensamos que el desarrollo de contraplanes o de planes paralelos (documentos profesionales elaborados al margen de las propuestas oficiales, pero completos, ejecutables, no meras “contribuciones” a un documento en marcha: algo parecido al viejo advocacy planning) es un medio extraordinario para favorecer una implicación activa, real, intensa. Hay precedentes.
Por supuesto, la implantación de un sistema de este tipo con un alcance amplio exige financiación (pública) y apoyo técnico.
Y exige que los colegios profesionales implanten una figura semejante a la de los abogados de oficio: técnicos urbanista “de oficio” que, puestos al trabajo con los grupos decididos a la participación realizan otro plan que pueda contraponerse al oficial y dialogue con él al mismo nivel.
Por supuesto, el mecanismo de los presupuestos participativos, la asignación abierta de recursos públicos municipales, que está siendo el mayor impulso a este tipo de procesos, puede servir para atender a todo lo dicho más arriba. Con toda probabilidad acabará integrando a los demás procesos participativos de todo orden.

Un urbanismo A y un urbanismo B

Hemos pasado revista a los derechos humanos y su implicación urbana. Y hemos esbozado algunas propuestas razonables. ¿Bastaría aplicarlas, junto a otras posibles, o habría que plantearlo todo de otra forma, más sintética? Es curioso; cada una de las cinco parejas que hemos comentado se compone de una actividad personal que integra alguno de los derechos (andar, participar, trabajar, residir, incluso la propia salud), y de una organización pública, un sistema que es necesario para poder ejercer los anteriores (un espacio seguro que permite el movimiento libre; un sistema de ordenación que permite la participación eficaz; un sistema público de seguridad social, con sus equipamientos y dotaciones correspondientes, que ampara el trabajo; un espacio público de calidad, imprescindible para la vivienda; un medio ambiente suficientemente limpio, condición necesaria para la salud personal).
Y sin embargo, a pesar de que esa simplificación podría hacernos concebir la esperanza de definir un “modelo” de ciudad, un sistema urbano completo y adecuado para la ciudad de los derechos humanos, no está claro ni siquiera que interese.
Pues no creemos en el urbanismo de los derechos humanos como “solución final” de todo lo que nos interesa de la ciudad.
Al contrario, no es una panacea. No tenemos la convicción de que todos los valores positivos se impliquen mutuamente, y ni siquiera de que sean compatibles. No pensamos que necesariamente la verdad, la justicia y la belleza, por ejemplo, estén unidas por un lazo indiscutible. Y si el universo no tiene por qué ser un cosmos, una armonía, menos aún la ciudad.
La ciudad no es un cosmos. Por eso lo que proponemos es algo menos pretencioso que pensar en un modelo urbano: una forma de actuar, unas pautas, una actitud quizá, necesarias pero no suficientes para hacer buen urbanismo. Proponemos, en suma, un urbanismo que no pretende sustituir al vigente, sino complementarle. De manera que si al actual, al vigente, le llamamos A, proponemos otro B. Para dialogar con él o contradecirle, para ir contrarrestando su deriva.

Una meseta igualitaria en cada ciudad

Entonces, ¿qué concluir? Digamos cuatro cosas.

Lo primero, que se debe tener claro que lo que planteamos, porque es lo único sensato que puede plantearse, es un proceso.
Nos interesa más la transición hacia una nueva ciudad (el viaje mismo es la utopía) que un resultado predeterminado. Un proceso en el que seamos exigentes en todo momento con que el fin no justifica los medios. Somos ya muy mayores como para hacernos trampas.

Lo segundo, que en ese proceso ha de dominar el pensamiento. No basta el sentimiento o la emoción, mucho más manipulables.
El urbanismo A trabaja mucho la imagen. Pero en el urbanismo B necesitamos lucidez. Y en efecto: “Admitamos con franqueza que sólo reflexivamente dejamos de ser racistas, homófobos, etc.
Esto es, que sólo reflexivamente (...) podemos quitar efectiva y realmente carga emocional a la diferencia” (Juan Ramón Capella).
Un ejemplo llamativo: el que denuncia Enzensberger sobre la actitud de rechazo de los ocupantes de un compartimento del tren con quien acaba de llegar y pretende ocupar un asiento, al que tiene tanto derecho como los anteriores, y su paralelismo con el trato irracional que reciben muchos inmigrantes al llegar a la ciudad.

Tercero, que poner en marcha este proceso no puede demorarse. Como proceso, posiblemente nunca estará completo. Pero eso no quiere decir que pueda justificarse o admitirse la injusticia de hoy en función de una presumible justicia futura. No podemos ser tan cínicos como para posponer ad calendas grecas las mejoras.

Y cuarto, una matriz: la idea de meseta. Sería la mínima cantidad de ciudad que puede darse en una ciudad. El urbanismo A trabaja por sus propios y variados objetivos.
Pero en el B se piensa que es posible crear una estructura básica que haga que todo el mundo esté mejor, dando prioridad al mejoramiento de los que están peor. El urbanismo B (permítasenos seguir con la broma de esta denominación) trabaja, siguiendo a Ronald Dworkin, por construir una especie de “meseta igualitaria”
en cada ciudad. Cualquier ciudadano debe poder situarse sobre un umbral mínimo de satisfacción de necesidades básicas para el desarrollo de su particular proyecto de vida. La ciudad de los derechos humanos debe garantizar una meseta igualitaria en cada uno de aquellosámbitos que constituyen la base de la dignidad humana. Una plataforma igualitaria, un zócalo o cimiento que es precisamente aquella pantalla en blanco donde desplegarse la vida de todos los ciudadanos.

P.G. y M.S.

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