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Una meseta igualitaria en cada uno de los ámbitos de la dignidad humana.
Un proceso racional hacia una nueva ciudad que no puede demorarse.
La ciudad como pantalla blanca
¿Qué busca la gente en la ciudad? Trabajo
y poder, vivir y descansar, las ventajas de la
técnica y la seducción de los mercados,
esperar un futuro y recordar un pasado,
jugar y soñar en compañía, dentro de un
aire limpio y un paisaje razonablemente
seguro, desde luego. Pero también, y
sobre todo, algo más profundo que
supone lo anterior y lo supera, y que lleva
a interminables filas de viajeros de toda
clase a ir de una ciudad a otra, un día y
otro. Detrás de algo que parece tantas
veces escaparse. Ese fondo de la vida, en
su polifacética imagen, que se resiste a la
definición y adonde apunta directamente
la literatura, el cine, la música y el arte.
La vida, sí. Se acude a las ciudades en
busca de las condiciones para una vida
digna. Una vida que la ciudad no da, es
obvio. Pero que puede, sin embargo,
negar o dificultar enormemente. ¿Hay
alguna definición de las condiciones básicas,
de los fundamentos para la vida
humana? Sí, desde luego: en nuestro
tiempo los derechos humanos son el
enunciado de las bases de la vida digna. Y
una ciudad que garantizase los derechos
constituiría una pantalla en blanco sobre
la que se desplegarían las vidas de la gente
sin deformación, sin otro embrollo que su
misma tragedia y su propia ventura. Lo
que ya es más que bastante. Por eso buscamos
aquí cómo ha de ser la ciudad que
dé más facilidades para el cumplimiento
de los derechos humanos.
Una idea sencilla y atractiva, pero difícil de
concretar. A todo el mundo le parece
lógico que el urbanismo, la técnica de
conformación de las ciudades, deba fundamentarse
en esa búsqueda. Pero no es
fácil traducir los derechos en soluciones
urbanísticas. Se trata de una idea potente,
y avalada por la historia. Ciudad es y ha
sido siempre derecho. El origen de la ciudad
está en el derecho, y el origen de los
derechos humanos está en la ciudad. Mas
con esta constatación, ¿qué hacemos?
El último ciudadano
Hay mucho escrito sobre el derecho a la
ciudad. Así que, antes que nada, digamos
que nos referimos a los derechos recogidos
en la Declaración proclamada por las
Naciones Unidas en 1948 (también hay
que hablar de los derechos emergentes).
Una definición previa nos puede ser útil:
los derechos humanos son un conjunto de
principios y reglas básicas a que están
sometidas las relaciones humanas en
nuestra sociedad. Principios rectores, normas
dirigidas al poder público. La Declaración
de 1948, de 30 artículos, es una relación
de derechos. Pero hay en ella dos
aspectos que queremos resaltar ahora.
Uno, la cláusula general de igualdad, de
no discriminación (artículo 2º).
Otro, la reivindicación
de un orden social en que
estos derechos se hagan plenamente efectivos
(artículo 28).
Los derechos humanos parten del convencimiento
de que hay una igualdad básica
entre todas las personas que habitan la Tierra.
Es cierto que el concepto de igualdad
es relativo. Decía Bobbio: “Igualdad, sí,
pero ¿entre quién, en qué, basándose en
qué criterio?”
¿A qué nos referimos, por
tanto, cuando hablamos de ciudad y de
garantizar en ella los derechos a todos, “sin
distinción alguna de raza, color, sexo,
idioma, religión, opinión política o de cualquier
otra índole, origen nacional o social,
posición económica, nacimiento o cualquier
otra condición”?
Como quiera que todas las personas tienen
esos derechos, nos será útil pensar en
la que se encuentre en la peor posición, la
que esté dotada de menos recursos (de
todo tipo), la que más difícil lo tenga a la
hora de juzgar la bondad o conveniencia
de una determinada práctica urbanística.
Si se cumple para él, si se garantizan los
derechos de que se trate a este “último
ciudadano”, se cumplirá para todos. Esa
persona, el último ciudadano, ha de ser el
referente para valorar las distintas propuestas.
Pero respondamos a Bobbio. Los sujetos
afectados por el reparto de ciudad han de
ser todos, sin excepción. Los bienes serán
las capacidades y ventajas que la ciudad
ofrece: movilidad, acceso, autonomía,
seguridad, vivienda, trabajo, participación,
cultura, ocio, etc. Y los criterios: ni mérito,
ni capacidad, ni clase ni esfuerzo han de
regular esa distribución. El derecho a la
ciudad ha de ser universal, y el reparto
igualitarista.
Porque ciudad es igualdad. Constituye lo
más valioso de la ciudad precisamente lo
que nos iguala como ciudadanos. Lo que
nos separa, distingue o jerarquiza, en unos
y otros campos, será necesario y útil (lo es)
para la vida en sociedad o la cultura, pero
no es lo propio de la ciudad. Una aglomeración
fundada en la separación y distinción,
más allá del principio democrático,
constituye anticiudad. Así la que enfatiza la
distinción centro-periferia, cierra espacios y
comunidades, privilegia zonas, limita el
acceso o se funda en criterios irracionales
(recordemos: dignidad es razón; la racionalidad
es la médula de la dignidad).
El precio personal de la ciudad
La ciudad que cumple con este compromiso
de igual trato a todos sus ciudadanos
contribuye precisamente –es una pieza
clave- a la construcción de ese orden
social que reclama el artículo 28, para
hacer realmente efectivos los derechos.
Todos los derechos, y no sólo los que
generan deberes negativos (de abstenerse
de violar el derecho correspondiente), sino
también esos derechos económicos, sociales
y culturales (artículo 22) que ocasionan
deberes positivos (obligan a asistir, a proteger).
Llegados a este punto es útil fijarse en dos
consecuencias para la práctica ciudadana.
Una es que la ciudad tiene un precio personal
que impone a cada uno de sus ciudadanos
(sin duda mayor para los más
influyentes, para los que están en mejor
posición). Lo dice claramente otro artículo
de la Declaración, el 29.1: “toda persona
tiene deberes respecto a la comunidad,
puesto que sólo en ella puede desarrollar
libre y plenamente su personalidad”.
En el ámbito del derecho público se definen
obligaciones que se imponen a las
personas en consideración a intereses que
no son particulares suyos, sino en beneficio
de otros sujetos o de intereses generales.
Por ejemplo, las tributarias. O la educación
obligatoria. Puede decirse que hay
un deber fundamental que obliga a cada
uno: precisamente el de proteger el de
hacer, dejar de hacer o soportar las cargas
derivadas de la protección del sistema de
derechos. Por ejemplo, no puede garantizarse
el derecho a la movilidad sin que ese
reconocimiento arrastre, traiga consigo
necesaria, inevitablemente, una determinada
cuota de peligro. Es imposible pensar
en una ciudad libre en la que el riesgo sea
cero. Pero es que además es indeseable.
¿Quién la quiere? Es una enfermedad
infantil el pretenderlo.
El segundo asunto sobre el que queríamos
llamar la atención tiene que ver con una
circunstancia que se da, no pocas veces,
cuando se plantean conflictos de prioridades
entre derechos (artículo 29.2).
¿Es
legítimo restringir unos derechos en favor
de otros? Si la condición es que se cumplan
todos los derechos para todos los ciudadanos,¿cómo integrar esta larga lista
de derechos? Aparecen problemas al interrelacionarlos.
Pues no basta con plantear
uno detrás de otro.
Hemos querido hacernos eco de estas circunstancias
analizando algunos derechos,
y para empezar pensamos que puede serútil hacerlo por parejas (para avanzar en la
investigación de esa posible vinculación
entre ellos, antes de intentar una consideración
más global). Con una redacción
suelta, tan desbaratada “como una cama
sin hacer”, hagamos algunos comentarios
sobre las implicaciones de cinco parejas en
la ciudad.
Trabajo-seguridad social
¿Puede hacer algo la ciudad para contribuir al derecho al trabajo y a ese conjunto
de derechos a los que alude la Seguridad
social?
En los últimos tiempos parece que
nada tiene que decir sobre esas cuestiones,
cuando siempre han sido tareas principales
del urbanismo tanto su contribución
a mejorar las perspectivas laborales,
como la de organizar la denominada “ciudad-
servicio” (los equipamientos sociales).
Salvo por cerrazón ideológica, es difícil no
advertir la presencia, en la ciudad, de dos
principios organizativos complementarios,
pero distintos. Por un lado el mercado, por
otro la protección social. La competitividad
y la solidaridad. Si el mercado fuese la única institución social, las sociedades
humanas no sobrevivirían. Pero también,
sin la presencia de alguna modalidad de
competición, todo tiende a anquilosarse y
degenerar. Lo cierto es que, a pesar de la
retórica de los discursos anti-intervencionistas
y privatizadores de los últimos lustros,
la firme realidad es que la proporción
de la intervención pública no ha retrocedido.
Lo que sí se ha producido son “desplazamientos”
entre los beneficiarios de
esa intervención. Hablemos, pues, de
cómo puede la ciudad ayudar a corregir
esos desplazamientos, en favor de una
intervención más justa.
Primero en relación con el derecho al trabajo.
Por él la ciudad se implica en el desarrollo
de ciertas infraestructuras, concebidas
para facilitar la producción o la salida
a los mercados. El problema está en que
es habitual que prioricen determinados
tipos de actividad (y por consiguiente
determinado tipo de empleos), frente a
otras que se dejan abandonadas, a su
suerte. O que incluso se llegan a perseguir
activamente. Así, mientras se ofrece toda
suerte de ventajas para que se instalen grandes empresas o de tecnología punta,
se rechazan los trabajos, por ejemplo, del
comercio denominado informal, o se le
ponen condiciones imposibles.
La necesidad de redistribuir el apoyo
urbano al desarrollo de todos los empleos
presentes en la ciudad, con la creación
equitativa de distintas infraestructuras o
servicios (poniendo en marcha no sólo
nuevas redes de transporte o infraestructuras
técnicas, sino también servicios de
apoyo al conocimiento o la gestión, por
ejemplo) parece urgente. Como también
parece razonable que, si la ciudad quiere
de veras competir en el mercado global
para favorecer a su gente, debe hacerse
fuerte (practicar el empowerment municipal,
en su medida justa, como contrapoder).
Los ayuntamientos poderosos no
sólo no reducen la competitividad sino
que pueden conseguir ventajas del mercado
para su ciudad.
Y tampoco podemos olvidar la intervención
referida al segundo derecho, el de la
protección social. Si concebimos el sistema
de equipamientos públicos urbanos de
seguridad social (escolar, sanitario, deportivo,
asistencial, etc.) con visión empresarial
(oferta y demanda, presencia o ausencia
de otros equipamientos privados en la
zona, etc.), estamos perdidos. No puede
pensarse de ese modo si lo que se pretende
es lo que en su día también persiguió
William Beveridge en su informe de
1943, que dio origen al Estado del Bienestar
moderno: la lucha contra “los cinco
gigantes” (la necesidad, la enfermedad, la
ignorancia, la miseria y el paro). El objetivo
ha de ser universalizar cada uno de los servicios
correspondientes, pero garantizándolos
como un derecho, con independencia
de la aportación de cada ciudadano a
la riqueza común. Es decir, sin investigación
de ingresos. Sólo así puede organizar
la ciudad sus equipamientos colectivos.
Pues limitar las prestaciones a quien
demuestre su pobreza afecta, entre otras
cosas, al sentido de comunidad.
Vivienda-cultura
El derecho a la vivienda significa que toda
persona (todos: también el último ciudadano)
debe poder contar con un espacio
propio y apropiado para el desarrollo de su
vida privada, que cada ciudadano ha de
disponer de un espacio separable, de algo
así como “una habitación propia” en condiciones.
¿Y el derecho a la cultura, desde
el punto de vista urbanístico? Permítasenos
entenderlo como la garantía de que en
el espacio urbano se reconozcan los valores
que nos constituyen. Quizá en cosas
nimias, pero que se valoran por la sociedad.
La ciudad es texto y la cultura urbana es su
comentario. El derecho a la cultura es el
derecho a que se comente, se valore, toda
la ciudad con igual dedicación y énfasis. Un
conocimiento que no induzca a evitar realidades,
sino todo lo contrario: a darse de
bruces con ellas, a ponerlas de manifiesto.
Así se relacionan ambos derechos. El
hecho de que las viviendas materialmente
peores, pero “bien situadas”, se valoren
mejor que las mejores en una mala zona
pone de manifiesto que es precisamente la
calidad del espacio urbano uno de los
componentes esenciales, si no el que más,
de la vivienda (“Una buena ciudad es
mejor que una buena casa”, dice el arquitecto
holandés Félix Claus). ¿Es la escasez
de viviendas el problema? (España tiene
una por cada dos habitantes). ¿O la escasez
de ciudad? (en el mundo vive hoy un
millón de personas en asentamientos precarios).
A raíz de la rebelión de los hijos de
los emigrantes en los suburbios de París y
otras ciudades francesas, Juan Goytisolo
arremete contra ese “desastroso modelo
urbanístico” (el de las banlieues) que conduce “inevitablemente al gueto étnico”.
Un entorno de modernidad pero hostil,
opuesto a ese otro tejido urbano multiétnico
de los viejos distritos parisinos, favorecedor
del contacto, donde inicialmente
se aposentó esa inmigración que recaló en
París durante gran parte del siglo XX.
El derecho a la vivienda puede defenderse
de formas diversas. Pero es claro que favorecer
el “reparto de la riqueza urbanística”
por las distintas zonas de la ciudad
(actuando sobre el espacio urbano, las
dotaciones y servicios, la protección histórica
-siempre hay escasez de historia, la
necesidad de conectar pasado y modernidad-,
etc.), fomentar la construcción de
viviendas de distinta categoría por todas
las áreas urbanas, es un camino más
seguro para invertir el problema de lavivienda. Es la rehabilitación de lo que se
tiene (tanto en las ciudades ricas como en
las de los países pobres: hay numerosos
ejemplos de rehabilitaciones urbanas masivas),
favoreciendo la mezcla y no la construcción
de más y más viviendas, cada vez
más lejos, en barrios uniformes, lo que va a
resolver los desajustes actuales.
¿Cuál es el problema que estas actuaciones
pueden arrastrar? ¿Una cierta incomodidad,
una cierta inseguridad? Si la ciudad
es mezcla y se favorece la mezcla, bien
impulsándola directamente o bien defendiéndola
allí donde se encuentre, quizá
ningún espacio reflejará la ciudad que
cada uno de nosotros esperaríamos. Pero
esa es la cuota del derecho. O el único
camino. El derecho a la vivienda no puede
identificarse con tener una casa entre vecinos
idénticos (sean estos los de los adosados,
los del barrio rico o los del slum), con
imponer un patrón segregador.
Movilidad-seguridad
La movilidad y la seguridad tienen una
relación muy estrecha en la ciudad, y bastante
particular. Ambas se necesitan, pero
el avance de una parece comprometer a la
otra. Mayores márgenes de movilidad
tienden a encorsetar la movilidad, y a la
inversa. Un ejemplo de esta implicación, y
no precisamente urbanístico, lo ofrecen
los últimos acontecimientos que tienen
lugar en los aeropuertos de todo el
mundo.
Pero ciñéndonos a la ciudad, la actitud
con que tradicionalmente se ha comportado
la ingeniería de tráfico es suficientemente
esclarecedora. Durante mucho
tiempo se ha asumido que para garantizar
la seguridad de las personas el tráfico de
vehículos debía segregarse cuidadosamente.
Los peatones por un lado, los
coches por otro; y a ser posible, reservando
para estos últimos distintos trazados según
su velocidad media. Pero esta segregación
no es neutral, e inevitablemente favorece
unos movimientos en detrimento de los
otros. La comodidad de quienes se mueven
en las distancias largas, perjudica a los que
lo hacen en las cortas o no disponen de
otro vehículo que sus piernas.
La situación es otra cuando la seguridad
no se confía a la separación sino a la mezcla.
Esta es la tendencia que siguen propuestas
como las de las calles llamadas de
coexistencia pacífica o los cruces inteligentes.
En éstos se confía para su buen funcionamiento
en la inteligencia de los usuarios.
Conducir se vuelve más seguro sólo
cuando los conductores dejan de mirar los
carteles y comienzan a mirarse entre sí. Los
resultados prácticos avalan estos planteamientos.
De manera que se plantea una
movilidad y una seguridad diferentes.
Actitudes no muy diferentes pueden comprobarse
en otros ámbitos que tienen más
que ver con la secutiry (los comentarios
anteriores sobre el tráfico son para los
ingleses un asunto de safety), con esa
seguridad ciudadana que se relaciona con
la confianza o desconfianza entre vecinos.
La vida en la ciudad, sobre todo en determinados
barrios, parece haberse vuelto
poco segura en los últimos tiempos. O al
menos así se percibe (tenemos el caso
reciente de la banlieu parisina, pero más
graves son los problemas de ciertas ciudades
de Latinoamérica, por ejemplo). Pero
el miedo y la desconfianza se pueden
combatir con recursos diversos. Se puede
promover la transparencia; o por el contrario,
el enroque, el cierre.
Transparencia es lo que se busca cuando
se diseñan recorridos urbanos sin rincones
ni lugares ocultos. Cuando se evitan los
pasos peatonales subterráneos, callejuelas,
senderos poco abiertos en los parques,
paradas de autobús aisladas, estaciones
de metro que puedan quedar desiertas o
edificios de aparcamiento de coches, que
pueden resultar intimidatorios, etc. La otra
solución es más drástica, pues consiste en
la creación de archipiélagos de alta seguridad,
bien cercados y cerrados en sí mismos
(gated communities), que eluden atemorizados
el contacto con la ciudad.
Ciudades separadas de la ciudad, habitadas
exclusivamente por ricos y protegidas
por vigilantes jurados. Militarizan el espacio
e imponen sus propias normas, muy
estrictas y exigentes. La experiencia de
estas comunidades es la de su progresivo
desentendimiento del resto de la ciudad.
Generalmente están regidas por asociaciones
de propietarios que cobran sus propios
impuestos para cubrir inicialmente los
gastos de jardinería y seguridad. Pero
poco a poco incrementan su acción; y con
frecuencia poseen sus propios equipamientos.
La ciudad asiste así a una pérdida. Pues
deja de ser segura para todo el que está o
para el que viene. Y el derecho a la seguridad
reclama esta garantía para todos, del
mismo modo y en el mismo grado, pues
hablamos de una seguridad igualitaria. El
derecho a la movilidad, por su parte, es el
de la libertad. Libertad de movimientos,
también de unos y de otros. Que todos
puedan acceder a cualquier parte de la
ciudad, sin murallas ni cierres entorpecedores.
La seguridad equitativa y la libre circulación
se mueven así en el mismo plano.
Ambos reclaman el compromiso ciudadano
(de conductores y peatones; de vecinos
y foráneos); ambos prefieren para
defenderse la estructura del vertebrado a
la del crustáceo (Tournier). Nos gusta este
dilema. Unos confían su seguridad a la
protección exterior, otros a la fortaleza
interna. ¿No podrían verse como dos caras
de la seguridad urbana? La ciudad de personas
atemorizadas o de personas libres,
que valoran los riesgos pero sin renunciar
a su libertad.
Salud-medio ambiente
No es difícil relacionar la salud de las personas
con la del medio ambiente. Se ha
dicho que la salud de un organismo mide
la capacidad para equilibrarse con su
medio. En cada momento de su vida está
adaptado a la temperatura, a la humedad,
etc. Pero esas condiciones ambientales
no cesan de variar, lo que obliga al
organismo a tener unas reservas, a tener
recursos de más para responder a esas
variaciones. La salud es contar con ese
margen para responder a las infidelidades
del medio ambiente (una definición
de Georges Canguilhem).
En las ciudades se ha sido siempre consciente
de esta relación. Y muchos de los
esfuerzos de quienes tienen a su cargo la
administración de la vida urbana se han
dirigido a garantizar unas condiciones
ambientales seguras, que disminuyan los
riesgos de inadaptación. Ahí están los
avances innegables de la ingeniería sanitaria,
reduciendo ocasiones de contaminación,
de propagación de enfermedades. El
derecho a la salud, desde un punto de
vista urbanístico, es el derecho a un
ambiente higiénico: disponibilidad de
agua limpia, potable, de condiciones adecuadas
de saneamiento y eliminación de
residuos, un suministro fiable de alimentos
sanos, etc. Y sin duda hoy disponemos
para ello de medios que no existían hace
tan sólo unas décadas.
Sin embargo, en nuestra sociedad global,
la realidad dista mucho de ser satisfactoria.
Mientras en muchos lugares y en
determinados ámbitos las condiciones
parecen cada vez mejores, en muchos
otros empeoran notablemente. El último
informe del Instituto Worldwacht (“Conservando
los ecosistemas de agua dulce”,
2006), refiere el ejemplo de algunas ciudades
y regiones que han entendido que es
posible aprovechar los mecanismos de los
propios ecosistemas para proporcionar
agua potable, a menudo a un coste muy
inferior que con las alternativas tecnológicas
convencionales.
Pero el desfase entre estos ejemplos y la
realidad contraria más habitual sigue
siendo enorme. Hay dos conclusiones que
pueden generalizarse. La primera es que la
gestión de todos estos procesos exige
poner por delante el interés público frente
a los intereses particulares. Algo que choca con el objeto y la realidad que
imponen muchas de las políticas de privatización
emprendidas hace unas décadas
en este mundo global. La otra tiene que
ver con la necesidad apremiante de fijarse
unos límites: de establecer una especie de
estándar, de consumo medio sostenible
por habitante en todo el mundo. Es decir,
repartir equitativamente el “espacio
ambiental” disponible en el planeta. La
austeridad de unos es la posibilidad de
otros. Reducir la huella ecológica pasa por
implicar a la población en la reducción del
consumo, es decir: aceptar vivir con
menos.
¿A qué obliga el compromiso con esa
cuota ambiental media? Por de pronto a
imponer límites eficaces a toda actuación
con impacto ambiental que supere ese
gasto medio que debe servir para hacer
frente de forma equitativa a las necesidades
básicas de cualquier población. Pero
en no pocos casos exigirá además la
reducción de consumos no generalizables.
A adaptar, o incluso eliminar, por ejemplo,
infraestructuras cuya utilización conlleva
costes ambientales que no pueden asumirse.
Ya se ha hecho. Según cuenta A.
Estevan un estudio oficial del Reino Unido
sobre los efectos de reducción de la capacidad
viaria en una docena de países de
todo el mundo (conocido como “el estudio
de la evaporación del tráfico”, de
Cairns, Hass-Klau y Goodwin) dio como
resultado una consecuente y muy notable
reducción del tráfico: la reducción del viario “evapora” tráfico.
Orden-participación
La Declaración de 1948 establece un derecho
al orden. Dicho así parece sorprendente,
pero en el artículo 28 se lee: “Toda
persona tiene derecho a que se establezca
un orden social e internacional en el que
los derechos y libertades proclamados en
esta Declaración se hagan plenamente
efectivos”. Es decir: para lo que aquí tratamos,
un conjunto de reglas o principios
sobre la ciudad, estructurados y enlazados
entre sí. De forma compleja, pero estructurada.
¿Podría decirse que existe un derecho
al planeamiento, a alguna suerte de
ordenación territorial y urbana? En el
diseño de la ciudad, para que la participación
sea efectiva tiene que haber un proyecto
social general en el que se sustente,
algún tipo de estructura en la que se integren
las distintas aportaciones. ¿No es evidente
la interrelación entre los derechos al
orden y a la participación?
No hablamos de que a través de estas fórmulas
haya que llegar necesariamente al
consenso. Precisamente la gran aportación
de la política democrática es que no
escamotea el conflicto, sino que lo canaliza
para evitar la arbitrariedad; que no
pretende erradicar el poder (lo que sería
sospechoso), sino proporcionar espacios
adecuados para un ejercicio efectivo de la
discusión pública, para favorecer un pluralismo
posible. Pero en todos los ámbitos.
Pues ¿no se participa sólo en las migajas?
De hecho, las decisiones de importancia,
estratégicas, parecen estar al margen de
toda participación: ésta suele reservarse
para los asuntos anecdóticos.
Para su eficacia se necesita claridad. Y ésta
sólo viene, lo sabemos, de una buena comprensión
de los principios del orden que da
la participación activa, el hacer. Por eso
pensamos que el desarrollo de contraplanes
o de planes paralelos (documentos profesionales
elaborados al margen de las propuestas
oficiales, pero completos,
ejecutables, no meras “contribuciones” a
un documento en marcha: algo parecido al
viejo advocacy planning) es un medio
extraordinario para favorecer una implicación
activa, real, intensa. Hay precedentes.
Por supuesto, la implantación de un sistema
de este tipo con un alcance amplio
exige financiación (pública) y apoyo técnico.
Y exige que los colegios profesionales
implanten una figura semejante a la de
los abogados de oficio: técnicos urbanista “de oficio” que, puestos al trabajo con los
grupos decididos a la participación realizan
otro plan que pueda contraponerse al
oficial y dialogue con él al mismo nivel.
Por supuesto, el mecanismo de los presupuestos
participativos, la asignación
abierta de recursos públicos municipales,
que está siendo el mayor impulso a este
tipo de procesos, puede servir para atender
a todo lo dicho más arriba. Con toda probabilidad
acabará integrando a los demás
procesos participativos de todo orden.
Un urbanismo A y un urbanismo B
Hemos pasado revista a los derechos
humanos y su implicación urbana. Y
hemos esbozado algunas propuestas razonables. ¿Bastaría aplicarlas, junto a otras
posibles, o habría que plantearlo todo de
otra forma, más sintética? Es curioso; cada
una de las cinco parejas que hemos
comentado se compone de una actividad
personal que integra alguno de los derechos
(andar, participar, trabajar, residir,
incluso la propia salud), y de una organización pública, un sistema que es necesario
para poder ejercer los anteriores (un espacio
seguro que permite el movimiento
libre; un sistema de ordenación que permite
la participación eficaz; un sistema
público de seguridad social, con sus equipamientos
y dotaciones correspondientes,
que ampara el trabajo; un espacio público
de calidad, imprescindible para la vivienda;
un medio ambiente suficientemente limpio,
condición necesaria para la salud personal).
Y sin embargo, a pesar de que esa
simplificación podría hacernos concebir la
esperanza de definir un “modelo” de ciudad,
un sistema urbano completo y adecuado
para la ciudad de los derechos
humanos, no está claro ni siquiera que
interese.
Pues no creemos en el urbanismo de los
derechos humanos como “solución final” de todo lo que nos interesa de la ciudad.
Al contrario, no es una panacea. No tenemos
la convicción de que todos los valores
positivos se impliquen mutuamente, y ni
siquiera de que sean compatibles. No pensamos
que necesariamente la verdad, la
justicia y la belleza, por ejemplo, estén
unidas por un lazo indiscutible. Y si el universo
no tiene por qué ser un cosmos, una
armonía, menos aún la ciudad.
La ciudad no es un cosmos. Por eso lo que
proponemos es algo menos pretencioso
que pensar en un modelo urbano: una
forma de actuar, unas pautas, una actitud
quizá, necesarias pero no suficientes para
hacer buen urbanismo. Proponemos, en
suma, un urbanismo que no pretende sustituir
al vigente, sino complementarle. De
manera que si al actual, al vigente, le llamamos
A, proponemos otro B. Para dialogar
con él o contradecirle, para ir contrarrestando
su deriva.
Una meseta igualitaria en cada ciudad
Entonces, ¿qué concluir? Digamos cuatro
cosas.
Lo primero, que se debe tener claro
que lo que planteamos, porque es lo único
sensato que puede plantearse, es un proceso.
Nos interesa más la transición hacia
una nueva ciudad (el viaje mismo es la
utopía) que un resultado predeterminado.
Un proceso en el que seamos exigentes en
todo momento con que el fin no justifica
los medios. Somos ya muy mayores como
para hacernos trampas.
Lo segundo, que en ese proceso ha de
dominar el pensamiento. No basta el sentimiento
o la emoción, mucho más manipulables.
El urbanismo A trabaja mucho la
imagen. Pero en el urbanismo B necesitamos
lucidez. Y en efecto: “Admitamos
con franqueza que sólo reflexivamente
dejamos de ser racistas, homófobos, etc.
Esto es, que sólo reflexivamente (...) podemos
quitar efectiva y realmente carga emocional
a la diferencia” (Juan Ramón Capella).
Un ejemplo llamativo: el que denuncia
Enzensberger sobre la actitud de rechazo
de los ocupantes de un compartimento del
tren con quien acaba de llegar y pretende
ocupar un asiento, al que tiene tanto derecho
como los anteriores, y su paralelismo
con el trato irracional que reciben muchos
inmigrantes al llegar a la ciudad.
Tercero, que poner en marcha este proceso
no puede demorarse. Como proceso,
posiblemente nunca estará completo.
Pero eso no quiere decir que pueda justificarse
o admitirse la injusticia de hoy en
función de una presumible justicia futura.
No podemos ser tan cínicos como para
posponer ad calendas grecas las mejoras.
Y cuarto, una matriz: la idea de meseta.
Sería la mínima cantidad de ciudad que
puede darse en una ciudad. El urbanismo
A trabaja por sus propios y variados objetivos.
Pero en el B se piensa que es posible
crear una estructura básica que haga que
todo el mundo esté mejor, dando prioridad
al mejoramiento de los que están
peor. El urbanismo B (permítasenos seguir
con la broma de esta denominación) trabaja,
siguiendo a Ronald Dworkin, por
construir una especie de “meseta igualitaria”
en cada ciudad. Cualquier ciudadano
debe poder situarse sobre un umbral
mínimo de satisfacción de necesidades
básicas para el desarrollo de su particular
proyecto de vida. La ciudad de los derechos
humanos debe garantizar una
meseta igualitaria en cada uno de aquellosámbitos que constituyen la base de la dignidad
humana. Una plataforma igualitaria,
un zócalo o cimiento que es precisamente
aquella pantalla en blanco donde desplegarse
la vida de todos los ciudadanos.
P.G. y M.S.
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